sábado, 29 de mayo de 2010

Julián Besteiro en Carmona visto por Julio Ugarte

Recogido por Inaki Anasagasti - Besteiro y los curas vascos en la carcel de Carmona.
BESTEIRO Y LOS CURAS VASCOS DE LA CÁRCEL DE CARMONA
Julio Ugarte. Pbro
Convencido ahora de que nuestra condición legal no era la de prisioneros de guerra, sino la de condenados en justicia, por “auxilio a la rebelión”, decidí salir por la puerta falsa... emulando a Papillón. Doce años y un día eran un intervalo demasiado largo en la vida de cualquier hombre. Ni la meditación trascendental ni el aprendizaje de lenguas vivas podían compensar los logros en régimen de libertad.
Decidido, pues, a intentar la aventura en compañía, descubrí mi plan al amigo más proclive a la fantasía; a mi compañero del batallón “Amaiur”, Aquilino Ayerdi. Este se mostró entusiasmado con la idea, al punto de facilitarme los medios para llevarla a cabo... Sus familiares de Olazagutia, allá en Navarra, se dedicaban al transporte de leña en ca­mión y su actividad se extendía hasta el Sur. El vehículo, aprovechando un viaje de vuelta, podría detenerse a una hora concertada de antemano frente a nuestra prisión y recogernos. El salto, a media noche, desde nuestro dormitorio no ofrecía dificultad. Las ventanas no tenían rejas y la altura era mínima. El único problema comenzaba después... el cómo evitar los controles y llegar hasta la frontera sin ser descubiertos. Para obviar, en parte, ese inconveniente, yo alerté a mi familia, residente a la sazón en Pamplona, y en cuya casa hacían “escala” muchos vizcainos en ruta hacia Francia. Al final –“los sueños sueños son”-, todo quedó en proyecto. Falló lo más esencial: el camión... Esto es lo único notificable hasta la llegada de don Julián Besteiro.
Don Julián Besteiro
Don Julián llegó a Dueñas, procedente de la prisión de «el Cisne», de Madrid, el tres de agosto, entre las nueve y nueve treinta de la mañana. Como nadie esperaba su incorporación a nuestra comunidad reclusa, la sorpresa fue total. Lo mismo digo de las razones de su traslado. Ni él mis­mo logró jamás descifrarlas; ni siquiera entreverlas. En Dueñas apenas tuvimos ocasión de intimar con él. Le habían reservado una habitación individual; «una habitación destartalada, con una cama turca, una maleta y unos clavos en la pared». Así la describe su biógrafo, Andrés Saborit. Debido a ello, rara vez bajaba al patio.
En las primeras frases cruzadas con él, recién llegado, me habló de un cura navarro, carlista hasta las uñas, con quien había departido frecuentemente, durante su estancia en el Sanatorio Antituberculoso de San Rafael. Luego aludió a su compañero de universidad y amigo, el profesor de Metafísica García Morente, recién ordenado sacerdote. Sin más preámbulos, le pedí que me tradujera del alemán un largo prólogo a la partitura de la «Missa Solemnis» de Beethoven. Cumplió mi encargo inmediatamente, sin remilgo alguno, con letra clara y versión impecable. Al entregarme su trabajo, me dijo: «¿No cree usted que Beethoven era panteista?». Pues sí. Todo artista se siente en mayor o menor comunión con la naturaleza. En ese sentido, bien se les puede aplicar ese calificativo. En cuanto a Beethoven, basta oír la «Sinfonía Pastoral» o el final de la Nove­na Sinfonía el himno a la Alegría, de Schiller, para definirlo así, al margen de su alcance filosófico. Esa fue mi respuesta.
Don Julián venía ya juzgado y condenado a treinta años de prisión mayor. Para que el ex-presidente de las Cortes Republicanas resultara en adelante una figura más de la «Pasión del Clero Vasco», se daba la circunstancia de haber sido acusado por el mismo fiscal que los capellanes de gudaris en el Dueso: don Felipe Acedo, antiguo alumno suyo de Lógi­ca y candidato lerrouxista a diputado por Cádiz durante la República. Todo hay que decirlo. Esta fue su introducción durante la clásica panto­mima jurídica:
«Se va a juzgar a un hombre de concesiones honestas; de sentimientos honrados en su vida particular; pero, se va a juzgar no sólo a Julián Besteiro Fernández, hombre honrado en su vida privada, sino toda su actuación como hombre público. Va a juzgarse a un directivo del Partido Socialista Español; propagandista del mito revolucionario, modernizándolo, elegantizándolo; naciéndolo más asequible a las clases cultas del País; desprendiéndolo de una filosofía que ya ha pasado; de una filosofía materialista del Enciclopedismo; al autor de la revolución española del año 1917; a un leader de las masas obreras de la U.G.T.; al presidente de las Cortes Republicanas; y se va a juzgar al hombre que, repudiando la revolución de 1934, figuró después en la candidatura del Frente Popular, y llevó, más tarde, una representación oficial ante el Gobierno de Su Majestad Británica; al hombre que lleva a Londres y quiere negociar un armisticio en nombre de la República Española.
El antiguo lerrouxista terminó su filípica con el siguiente epílogo: «En nombre de la ley, os pido para el procesado, en mérito de los hechos registrados en autos y en mérito a sus actuaciones, la pena de muerte». Esa era la jurisprudencia nacional-sindicalista: El pensamiento delinque y las leyes tiene efectos retroactivos.
Cuando andando el tiempo, adquirí cierta confianza con don Julián, le pregunté: «¿Por qué se quedó usted en Madrid, en vez de irse al exi­lio?». Su respuesta fue tajante: «Yo nunca creí que esta gente era tan bestia. Además; sin dinero y enfermo, no me sentía capaz de ganarme la vida en un país extranjero». Lo del dinero era la gran lección que nuestro ilustre compañero ofrecía a tanto arribista que, so capa de interés por la Patria o el Bien Común, se «forra» por dentro y por fuera... Toda una vida de hombre público; de «enchufismo socialista», según la derecha; su sueldo de catedrático, unido al de su señora, directora de la Escuela Normal, se había traducido en un modesto hotelito. Las seis pesetas que don Julián aportaba diariamente, como suplemento a la miseria oficial por recluso, constituían al máximo lujo que podía permitirse. El mismo me lo confió varias veces. No es extraño, pues, que, para paliar sus estrecheces económicas, iniciara la traducción del alemán al español del libro «Christus Unser Bruder» del teólogo Karl Adam. En esa tarea le sorprendió la muerte.
Como rúbrica a su conducta ejemplar, don Julián había rechazado la oferta de asilo que le hizo la Embajada Británica momentos antes de en­trar los nacionales en Madrid. En su libro «La Traición de Stalin», García Pradas nos relata la última conversación de Besteiro con Best: «Y usted, don Julián, ¿por qué no se marcha ya?»... «No; no me voy. Me han llamado traidor nuestros rivales y me quedo en Madrid, para contestarles con mi condena. Además; soy viejo. Correré la misma suerte que este pueblo sin igual; tan grande en el sacrificio».
Baroja, confundiendo una vez más la Historia con la Novela, habla de nuestro compañero en estos términos: «Este hombre no sabe lo que se hace. ¿Corno no podía ver que la guerra civil estaba perdida para él y que los vencedores iban a ser duros con sus enemigos? ¿Pensaba hacer algo como un Convenio de Bergara? ¡Qué ilusiones! Su final, en la cárcel de Carmona, fue algo triste. Besteiro, después del proceso a que se le sometió, fue condenado y estuvo en Dueñas con cuarenta o cincuenta curas nacionalistas vascos. Allí disponían los presos de una solana. Un cura vasquista le había regalado una cama o silla de campaña. Se la cedió a Besteiro, porque le veía enfermo. Después trasladaron a Besteiro a Carmona. Le servía al político un pobre aldeano que había robado unas be­llotas un día de hambre. Besteiro no veía bien en su sótano oscuro; se rozó un dedo con un picaporte y se le hizo una herida. Se le infectó; se le hinchó el brazo y se murió. Lo enterraron a las tres de la madrugada cua­tro muchachos socialistas de Carmona».
¡Don Pío de mi alma! No se pueden decir más fantasías en menos palabras. El aldeano ese de las bellotas era Carmelo Antomás, un ribero navarro magnífico, condenado por republicano y que ejercía su profesión de maletero en el «Hotel Europa» de San Sebastián. Lo del picaporte y los cuatro socialistas «enterradores» no merece una rectificación... Aprovecho esta ocasión para salir, también, al paso de Andrés Saborit, cuando atribuye a Carmelo Antomás naturaleza de cacereño.
La noticia de la llegada del agnóstico Besteiro excitó el celo misionero del cura de una aldeana próxima. Era el clásico cura «de misa y olla»; un viejo palurdo, cetrino y achaparrado, cuya apologética, por las trazas, debía de tener más relación con el cura Merino que con San Agustín o Santo Tomás. Atravesó el patio, sin saludarnos, muy solemne, como imbuido de su alta misión, montado en un carromato tirado por un mulo. Sus primeras palabras fueron: «¿Usted es don Julián Besteiro? Pues, a ver si se convierte ahora con esos separatistas». Fue el mismo don Julián quien nos contó luego la entrevista con dicho cura y el objetivo de la misma. ¡Lástima que el extraño visitante no hubiera venido acompañado por el barbero del pueblo! El episodio habría ganado mucho en casticismo español...
Besteiro sólo permaneció en Dueñas veintitrés días. Obligado a correr nuestra suerte y compartir nuestras culpas... eso del canje y de las minutas, el traslado a Carmona le supone un alejamiento mayor de su mujer; un viaje incómodo y un régimen carcelario más duro. El mismo registra en su nota el aviso de nuestro traslado y las incidencias del viaje:
«El domingo, 27 de Agosto, llegó Dolores a la prisión de Dueñas cuando ya desesperaba de verla, por tener noticias de que nos iban a trasladar a Carmona... A las cinco entramos en el vagón infecto. El tren salió a las ocho. A Madrid llegamos a las ocho treinta, tal vez a las nueve treinta de la mañana. Más de media hora de lucha con las fieras (las chinches). En Madrid querían dejarnos los guardias en una prisión para terminar su servicio. Nos llevaron a Santa Rita; pero surgieron dificultades y nos llevaron (siempre en camión abierto) a la estación del Mediodía. Fue un espectáculo».
Hasta ahí don Julián. Ahora me voy a permitir incluir mis notas, para completar las suyas; ya que nuestro ilustre compañero, por razones íntimas, se recluyó en el vagón, mientras nosotros merodeábamos por la estación y sus aledaños con una libertad de movimientos increíble.
La noticia del inmediato traslado afectó de manera especial a nuestros viejos. Ereño, el tío del futbolista internacional Piru Gainza, se desata en improperios con su clásico chapurreo «telegráfico»: ¡Jódete Braulio! Laucirica; Nuncio consciente; Palencia (el obispo) algo parecido. Como apenas tenemos tiempo para arreglar nuestras cosas, comemos a todo gas. Parecía la marcha de los hebreos de Egipto comiendo el cordero de pie, sin la impedimenta. O, si se quiere, la expulsión de los judíos españoles dejando en «Sefarad» sus tesoros...
Salimos de Dueñas conducidos por una escolta de catorce guardias civiles y un teniente. Este, procedente de Palencia, no tenía más orden que la de llevarnos a Madrid. Allí serían relevados por otro pelotón del mismo cuerpo. Pero, resultó que, al llegar a la estación del Norte, ni había tal relevo ni nadie sabía nada de nuestra expedición. En la estación de Madrid tropezamos con el Padre Azpiazu. Santos Arana habla con él. El jesuíta se muestra sorprendido; pues no sabía que hubiera curas presos. Sospechosa ignorancia...
Una hora de telefonazos a diestro y siniestro sólo sirvió para sacar de quicio al oficial. Este, tras muchos titubeos, adoptó el único partido posible: buscar un alojamiento que le permitiera sacudirse la mosca y a noso­tros esperar órdenes.
Pero, el buen teniente no contaba con los edictos del Cesar español. Estos, como en tiempos de Augusto, habían provocado tal afluencia de forasteros a los nuevos lugares de «empadronamiento» -léase cárceles- que, cuando el buen oficial llegó con su clientela, le ocurrió lo que a la «Sagrada Familia» en Belén: «Non erat eis locus in diversorio».
Así pudo darse la paradoja de unos presos pidiendo de cárcel en cárcel un metro de tarima donde reclinar su cabeza, sin que ningún carcelero accediese a su demanda. Y, de este modo, el pueblo de Madrid pudo contemplar atónito el ir y venir de dos camiones abiertos, exhibiendo una extraña mercancía: catorce carmelitas; un pasionista y varias docenas de sa­cerdotes seculares, rodeando al ex-presidente de las Cortes Constituyentes Republicanas. Recorridas en vano algunas prisiones de la capital y ha­biéndose llamado andana la Dirección General, el teniente, siguiendo los consejos de Don Julián, decidió continuar el viaje hasta Carmona, llevándonos, acto seguido, a la estación del Mediodía.
Dicho sea en honor de nuestros «ángeles custodios» -los guardias- nuestra libertad de movimientos durante las horas que faltaban para la salida del tren fue absoluta. Hubo varios curas que, en busca de melones, se aventuraron por las calles adyacentes hasta perderse de vista. Los más anduvimos entre el andén y el bar de la estación luchando a golpe de refrescos inocuos contra un sol de justicia, mientras don Julián, sentado estoicamente en un rincón del vagón, esperaba la salida, meditando, sin duda, en el homenaje silencioso de tantas gentes que, al reconocerle, no habían podido reprimir un gesto de adhesión emocionada y dolorida. Fue un detalle que se me metió muy adentro; pues aquellas caras trascendían más a emoción religiosa que a partidismo político.
En aquel ambiente de aventura sólo nos faltaba un elemento para sentirnos felices: la cerveza... Dada su escasez, estaba reservada, segura­mente, para ciertos jerarcas y era inútil insistir a unos camareros que se sabían el disco de memoria: «No hay». El disco se fue repitiendo hasta llegar al mostrador alguien que pensó: estos tíos nos han tomado por unos curas vulgares y del Régimen... ¡Oiga! somos curas vascos presos. Con nosotros viaja don Julián Besteiro. «¿No podían darnos una cerveza para él?». Ni el «Sésamo ábrete» de Alí Baba hubiera superado en eficacia a semejante talismán. Como por arte de magia, los camareros se liaron a cometer delitos de «auxilio a la rebelión» y la cerveza corrió a caño libre para todos.
Devuelvo la palabra a Besteiro: «De Madrid salimos el martes, 29, a las siete menos cuartos de la tarde. ¿Cómo se hace el viaje? ¿Hay que ir a Sevilla? ¿Hay que utilizar camiones desde Sevilla o desde otra estación? ¿Hay enlace ferroviario? Nadie lo sabía. Pero, el viaje en un correo como el de Dueñas duró desde la tarde del 29, siete y media, hasta la tarde del miércoles, 3, en que llegamos a Guadajoz, a la una, aproximadamente. Allí no había enlace por tren y tuvimos que esperar hasta cosa de las cinco en que nos fueron a buscar unos camiones como para acarrear cemento. En Guadajoz me afeitó un guardia civil en un coche de tercera clase abandonado en una vía muerta».
En un artículo sobre don Julián publicado en «Euzko-Deia», de París reproducido por «El Socialista», de Toulouse, yo, al referirme a este viaje, apostillaba: «Si luego, en aquella mezcolanza de viajeros -turistas y presos- y a la vista de los paisajes que se sucedían ante la ventanilla, alguien había olvidado su condición legal, pronto tuvo ocasión de despertar a la realidad. En Guadajoz nos esperaba una veintena de soldados con dos camiones... y unas cuerdas que bien podían servir para amarrar bueyes. El amarre colectivo no se consumó, gracias a la intercesión del teniente de la benemérita, valido de nuestra buena conducta durante el viaje. Lo que no pudo evitar el hidalgo oficial fue que, al paso de tan extraña caravana por las calles, corriera la voz entre muchos ciudadanos de que había dado la vuelta... Luego se dijo en el pueblo que éramos curas protestantes.
Prisión de Carmona.
Refiriéndose a la prisión y al pueblo, don Julián termina sus notas con estas palabras: «Así nos trasportaron a la prisión de Carmona. Atravesa­mos el pueblo, pintoresquísimo. La prisión, también, «pintoresquísi­ma», propia para hacer una película de las catacumbas y de los orígenes de la «Cristiandad». Don Julián olvidaba un detalle importante: hasta nuestra llegada, esas «catacumbas» servían de cárcel especial para las prostitutas de Sevilla... un buen tema para Juan Ruiz, el arcipreste de Hita...; una prisión, además, cerrada por insalubre durante la República. A su lado, lo de Dueñas era Jauja. Los que nos encerraron allí sabían bien lo que hacían...
Al salir de Dueñas, sólo se nos permitió llevar, como equipaje, quince kilos. En consecuencia; nos vimos obligados a dejar allí las camas, los col­chones y los víveres. Las camas y los colchones tardaron en llegar quince días. Los víveres: un saco de azúcar, garbanzos, carne, etc. seguimos es­perándolos... «Lo que el viento se llevó».
Si alguna cárcel daba razón a Cervantes cuando define las de su época como lugares «donde toda incomodidad tiene su asiento», ésta era la de Carmona. Los dormitorios, no sé si catacumbas o guarida de lobos, don­de los ratones campaban por sus respetos, habían servido en otros tiem­pos de bodegas. Eran dos casi gemelos. La única comunicación entre ellos y el patio eran las puertas de entrada, o, mejor dicho, de bajada; pues carecían de ventanas. Algo de eso habría oído Baroja cuando nos había de la oscuridad y el picaporte que, según él, costaron la vida a don Julián. Por otra parte, no habiendo ni cocina ni economato, los reclusos debían arreglárselas con un vale de 1,50 pesetas, cantidad asignada para el sustento de cada interno, que se nos entregaba todas las mañanas, y con los buenos oficios de una vieja demandadera con un jazmín en el pelo, quien desde una pequeña ventana recibía diariamente los encargos. No hubo, pues, otro remedio que organizarse en pequeñas sociedades gastronómicas; comprar hornillos y pedir a Dios que no lloviera... Las «cocinas» estaban instaladas al aire libre en un rincón del patio. Al llegar a Carmona recibimos una carta de saludo de los presos vascos de Sevilla.
Fue en ese marco, en forma peripatética, imitando a Aristóteles en su Liceo, cuando traté más a fondo con Besteiro. Su tema favorito eran las Cortes Constituyentes; las de «los tenores, payasos y jabalíes» según la crítica de Ortega y Gasset. Para mi interlocutor, las Cortes habían resul­tado positivas y, sobre todo, las más representativas, desde el punto de vista democrático, de la Historia de España. De «rabiosamente sinceras» había calificado gran parte de la Prensa a aquellas elecciones. Entre aquellos parlamentarios, don Julián atribuía la palma a Prieto y a Dolo­res Ibarruri, «La Pasionaria». Hablando del primero me dijo un día: «Prieto es admirable por su talento y su honradez... Azaña no tenía nin­gún valor para él. Menos Alcalá Zamora. Largo Caballero era un agita­dor vulgar, a Negrin lo consideraba poco menos que la encarnación del «Mal». Jamás tocó la cosa vasca o catalana con nosotros. Solía decir que España no tendrá remedio mientras no haya un Presidente de la Repúbli­ca a quien no le gusten los toros.
Cuando, años después, comiendo yo con don Inda en San Juan de Luz, le transmití la opinión de su correligionario sobre él, mi amigo se emocionó visiblemente. Su primera reacción a mis palabras fue la de vol­verse hacia el comensal de su derecha, un socialista bilbaíno, y decirle: «En verdad; hemos sido injustos con Besteiro»... Nadie le pidió explica­ciones sobre esa «injusticia». No recuerdo si fue antes o después de esta comida, don Indalecio, en fecha Nueve-Once 1960, me escribió entre otras cosas: «En el último número de "El Socialista" que hemos recibido aquí —en México— leo, reproducido de O.P.E., el trabajo que usted ha dedicado a Julián Besteiro. Tal lectura me ha producido una viva emo­ción, y al expresársela, quiero dar a usted las gracias por eso que ha sido para mí un gran regalo espiritual; tanto más cuanto que yo siempre profe­sé a Besteiro una gran devoción»...
Los elogios a Prieto contrastaban con la inquina y el desprecio que se manifestaban hasta en sus ojos, cuando hablaba de Negrín o de los rusos. En cierta ocasión, refiriéndome a la «Santa Rusia» y a Dostoiewsky, su­brayé, entre los rasgos característicos de los rusos, su tendencia hacia el misticismo. Fue la única vez en que le vi perder su compostura. «Es un pueblo de borrachos», me replicó con acritud. En cambio, se deshacía en elogios al hablar de los ingleses. «Vivimos una civilización anglosajo­na»... me aseguraba durante otro diálogo. Hablando de libros, no oculta­ba su admiración por Tomás de Kempis «La Imitación de Cristo», es a su juicio, la obra más profunda sobre el «carácter humano».
En esto, llegó el «Santo Advenimiento» tan ansiado: la guerra euro­pea y luego mundial... única tabla de salvación que nos restaba. Si el pre­sidente americano Wilson con la creación de la Sociedad de Naciones y sus catorce puntos creyó en la liberación definitiva de todos los hombres y pueblos del planeta, dentro de una Arcadia feliz y universal, «¿por qué nosotros habíamos de ser menos soñadores? ¿Cómo podría subsistir en un mundo democrático, una vez derrotadas las potencias del Eje; un régi­men totalitario instaurado por Hitler y Mussolini?»
Este fue el tema en que el pesimismo de Don Julián y mi optimismo ingenuo chocaban con frecuencia. Mi interlocutor, tras la caída de París, lo veía todo perdido. «No hay nada que hacer», me decía. «La rendición de Francia es algo irreparable». Yo me agarraba a cualquier clavo ardien­do, sin rendirme ante los hechos consumados; recurriendo a las posibili­dades del Imperio Británico y, en especial, a la entrada en liza de los Es­tados Unidos. Mi esperanza no debía de ser tan loca cuando los guardia­nes de Porlier, volviendo mi argumento del revés, viendo a los alemanes acorralados en su propio feudo, maldecían su suerte diciendo: «Estos ca­brones —los presos— van a ganar la guerra sentados en el petate»... Pero, una vez más «esa cochina lógica» como la llama Unamuno en su «Vida de don Quijote y Sancho», falló en perjuicio nuestro y el Caudillo murió en su lecho... bendecido e indulgenciado por las «Democracias» vencedoras.
A pregunta mía, me habló, también, de Xabier Zubiri, el filósofo do­nostiarra. Le va muy bien la «Historia de la Filosofía». Respuesta sibili­na, que lo mismo podía significar su incapacidad para filosofar como un elogio al profesor de dicha asignatura. Del otro catedrático vasco, don Juan Zaragüeta, se limitó a decirme que había formado parte del tribunal examinador, para cubrir la plaza ganada por el de Orio; pero, que su voto se inclinó por otro opositor.
Por cierto; ya que hablo de Zaragüeta, único visitante de Besteiro, con excepción de su mujer y de su sobrino, me veo obligado a destacar el vacío impresionante que rodeó a don Julián durante su cautiverio. Entre tantos alumnos de Lógica; tantos amigos y tantas relaciones públicas y privadas, sólo don Juan se atrevió a desafiar el escándalo de una visita a un preso rojo «tan destacado»; gesto muy incompleto, desde luego; ya que el catedrático y sacerdote vasco no se dignó ni siquiera asomarse a la ventana de la oficina, que daba al patio, donde sesenta clérigos, compa­triotas suyos y hermanos en el sacerdocio, se afanaban en aquellos instan­tes, pelando patatas o dándole al soplillo. Gesto que nos recordó el de don José Eguino, obispo de Santander, quien, en circunstancias pareci­das; la de la bendición de unas obras en el penal del Dueso, no se dignó subir a vernos.
El recuerdo de Besteiro me lleva, naturalmente, a evocar la fotogra­fía que dio la vuelta al mundo. Sin don Julián en el centro, junto al direc­tor de la cárcel, rodeado de curas y frailes, la foto hubiera pasado casi de­sapercibida. Pero, ahí queda para la historia de nuestra guerra civil como testimonio de la vesanía totalitaria. Los ex-cautivos rojos no se explican cómo, dado el régimen carcelario de esa época, pudo llegarse a ese extre­mo de libertad. La explicación es muy sencilla. Nuestro director era el clásico alcaide, rezago de otra época, incapaz de ver más allá de la letra del reglamento. Entre los artículos de éste no figuraba la prohibición de sacar fotos en las prisiones. Es más; él tenía un amigo del oficio y nos lo metió un día dentro, sin que nadie hubiera solicitado sus servicios, con vistas a redondear su negocio. Nosotros aprovechamos la ocasión de for­ma individual y, a veces, en pequeños grupos, completamente ajenos a la “jugada” posterior.
Ya habíamos olvidado lo de las fotos cuando alguien nos recuerda que se acercan las bodas de oro de nuestro decano de edad, el viejo Alda-ma, un hombre encantador. Ese alguien nos propone, con dicho motivo, una foto colectiva, incluyendo en ella al director. Este aceptó la idea con mil amores, sin darse cuenta de que se juega el puesto. Naturalmente; la foto apuntaba al extranjero, más que a nuestras familias, y el Gobierno Vasco se encargó de difundirla. El pobre alcaide fue destituido fulminan­temente. No volvimos a saber nada de él.
No sé por qué razón extinguían también su pena junto a nosotros va­rios seglares: un ex-diputado de Izquierda Republicana, andaluz; dos albañiles, así mismo andaluces; dos militantes del P.N.V.; un falangista na­varro; y el susodicho maletero, Carmelo Antonias. Supongo que estos cuatro últimos estaban allí, en calidad de destinos, antes de nuestra llega­da, durante la estancia de las prostitutas sevillanas. Con el tiempo fueron incorporándose algunos sacerdotes no vascos: uno de Sevilla; otro cata­lán; un tercero de Burgos y un licenciado en Filosofía, de quién sospechá­bamos había sido dominico. Era primo carnal de la mujer de Onésimo Redondo, Mercedes Sanz Bachiller.
El cardenal Segura
Fue el primero en visitarnos, apenas llegados. Hombre de estilo di­recto, fue al grano desde el primer momento. No quiso perder el tiempo en reconocer nuestras «cavernas». «No vale la pena», respondió a nues­tra invitación para hacerlo. «Ya sé lo que son las cárceles». Tampoco le interesó saber las razones de nuestro encarcelamiento. Conocía y admi­raba al Clero Vasco y, despreciando motivos y condenas, sólo le preocu­paba la forma de sacarnos de aquel infecto agujero. Mientras tanto, puso a nuestra entera disposición su bolsa...
Cuando, más tarde, el jesuita Pérez del Pulgar concibió ese engendro abominable de la «Redención de Penas por el Trabajo», aprovechó la ocasión para ofrecer su diócesis a todos los sacerdotes vascos presos, en régimen de libertad, durante el tiempo necesario para «redimirnos». Ob­sesionado por ese objetivo, hizo varios viajes a Madrid, intentando con­vencer al ministro de Justicia, Esteban Bilbao, de la legalidad y conve­niencia de su propuesta. Puso tal empeño en conseguir ese propósito que llegó a soportar en silencio el hecho de que un hombre tan clerical como el de Durango se negara a recibirlo, delegando el asunto a un subalterno. Extremó su delicadeza durante esa época de gestiones al punto de visitar­nos exclusivamente para tenernos al corriente de las mismas, leyéndonos todas las cartas cruzadas entre él y el Ministerio relativas a dicho asunto.

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